PARA CONOCER AL BEATO SANTIAGO ALBERIONE

UN APÓSTOL DE LA COMUNICACIÓN SOCIAL - Luis Rolfo y Teófilo Pérez (Entrega 27)

El P. Alberione seguía siendo director espiritual y profesor, lo que le obligaba a pasar en el seminario por lo menos cuatro horas diarias, descuidando un tanto «su» casa. Por ello es natural que aceptase encantado toda ayuda en la dirección del periódico y de la imprenta y para la instrucción y formación de sus jóvenes.

Una colaboración preciosa creyó encontrarla en un sacerdote, don José Rosa, muy conocido del joven Juan Bta. Marocco, que había sido alumno suyo en los Oblatos de San José. El P. Alberione entró en contacto con él y decidió aceptarlo como colaborador. El 16 de octubre de 1914 llegaron a constituir una especie de «sociedad paritaria», y en seguida acometieron la compra de terrenos y casa en una zona llamada Moncaretto, a las afueras de la ciudad.

Pero las cosas no fueron muy allá: primeramente, la guerra descabaló todos los planes desviando temporalmente la incipiente institución alberoniana hacia derroteros insospechados: creación de una granja agrícola para huérfanos de guerra, o de un asilo para mutilados; pero principalmente la disparidad de finalidades de los dos sacerdotes volatilizó toda colaboración: primero hubo separación amistosa, pero más tarde rebrotaron las disensiones (hubo un batiburrillo de malentendidos en cuestiones económicas) y se llegó a los tribunales eclesiásticos del más alto nivel e incluso se estuvo en un tris de acudir a los tribunales civiles. Los últimos coletazos del intrincado pleito llegaron hasta principios de 1925.

Entretanto, aun en medio de tempestades más o menos violentas, los muchachos del P. Alberione seguían aumentando y haciéndose notar por su pionerismo. En mayo de 1915 fueron a vivir a la nueva casa, mejor acondicionada y hasta con capilla; pero dos veces al día debían andar y desandar el par de kilómetros que los separaban de la tipografía (trasladada también a otro local y potenciada con una máquina bastante mejor que las anteriores).

En invierno, por caminos de barro, para no mojarse los pies, usaban los clásicos zuecos… que al chancletear en el adoquinado de las calles se dejaban oír por todo el barrio. Alguien, zumbón, los bautizó con el remoquete de “Orden de los chancleteros”. Por lo demás, la gente los respetaba y hasta los observaba con curiosidad creciente.

Claro que la atención y la curiosidad mayores se centraban, como es lógico, en la persona del fundador, objeto de muchas conversaciones en las que se expresaban los juicios y sentimientos más dispares: admiración, escepticismo, despecho y rabia. Lo admiraban, si bien desde un punto de vista muy suyo, los jefes locales de la masonería. El despecho, en cambio, venía de los socialistas: no podían aguantar que un curita medio tísico ejerciese tanta influencia en un grupo de jóvenes que aumentaba lentamente, pero sin cesar. Y fieles a sus sistemas de entonces, no le ahorraron al P. Alberione amenazas más o menos veladas. No las necesitaba él para proseguir más tercamente el camino emprendido.

La separación de los dos sacerdotes, a que antes aludimos, obligó a los muchachos a una nueva mudanza, en abril de 1916. Desde entonces las cosas «comenzaron a ir mejor» para los primeros paulinos.

Los orígenes de la rama femenina En los primitivos locales ocupados por los jóvenes y la imprenta, el P. Alberione abrió, en mayo de 1915, un Taller Femenino bastante modesto, que tenía como fin “enseñar los trabajos femeninos, formar buenas e instruidas catequistas, etc.”, y al mismo tiempo sostener “una pequeña tienda de libros y objetos religiosos para intentar vender allí lo que no sería posible vender en la Escuela Tipográfica”.

Aproximadamente un año después de la fundación, las jóvenes internas del Taller eran solamente tres. Como directora figuraba la señorita Angela María Boffi, joven bastante instruida, enérgica y de agradable presencia. Pronto se le unió la señorita Teresa Merlo, la futura primera superiora general de las Hijas de San Pablo, que pueden ver en este Taller el primer germen de su Congregación, con la finalidad de flanquear −con la propaganda y las librerías− la actividad publicista de los paulinos.

Los comienzos fueron difíciles. En los primeros meses, las jóvenes se dedicaron especialmente a la confección de prendas militares, con escaso beneficio material. Los días festivos las jóvenes se transformaban en catequistas en la parroquia de San Damián. Poco a poco, aun continuando con las clases de cosido, fueron intensificando su función catequística y orientándose decididamente hacia la prensa.

Desde 1916 a 1918 constituyeron una “biblioteca ambulante”, que daba bastante trabajo, pero les permitía llegar a muchos lectores con los pocos centenares de libros de que disponían. Luego, en sustitución de la tenducha de libros y objetos religiosos, abrieron la Nueva Librería en la calle principal de la ciudad, para difundir preferentemente los libros, catecismos y revistas publicados por la Escuela Tipográfica. Es más: apenas su número se lo consintió, las jóvenes empezaron a confeccionar, doblar, coser y encuadernar los libros publicados por la Escuela.

A la par que el número, crecía también el convencimiento de ser un vivero de futuras religiosas; es más, no eran todavía tales por falta de edad y de títulos jurídicos, pero sí por la vida que llevaban.

Ello era tan evidente que el obispo de Susa (villa de unos tres mil habitantes, en la provincia de Turín), no sabiendo cómo mantener su semanario diocesano, acudió al P. Alberione pidiendo ayuda; y él le envió un grupo de esas jóvenes, guiadas por la señorita Teresa Merlo. Ellas se encargaron no sólo de la difusión sino también de a redacción e impresión del semanario, con resultados muy por encima de lo que cabía esperar. Fue en Susa donde la gente, al ver que aquellas jóvenes de la buena prensa tenían gran devoción a san Pablo, comenzó a llamarlas “Hijas de San Pablo” antes que este título resultase oficial para ellas.

(Continuará)…

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