Al comienzo del siglo, la lucha contra el clero y la religión por parte de la masonería no asumía ya, en general, las formas vulgares y fanáticas que la habían caracterizado en los primeros decenios de la unidad italiana. Había amainado bastante la campaña escandalizadora y ahora apuntaba sobre todo a la escuela para la obra de descristianización. Trataron de conseguir que el Estado atrajese a sí todas escuelas; que fuese prohibida —y lo fue, al menos localmente— la enseñanza del catecismo; que se vedara la escuela privada, favoreciendo a los alumnos de la pública hasta con la supresión de los exámenes. Más aún, trabajaron sobre todo para lograr el monopolio de la enseñanza, excluyendo a los maestros abiertamente católicos.
En consecuencia, el ateísmo era considerado a menudo como la divisa de los intelectuales, y se preciaban también de buen grado quienes nada tenían de intelectual sino sólo un deseo loco de jugar a hombres superiores o a librepensadores.
A la masonería le daba la mano el socialismo, ya encaminado a aquellos métodos de lucha social que con el tiempo allanarían la senda al fascismo. Y en los pequeños centros como Alba, los más habituales representantes del anticlericalismo eran precisamente los socialistas, poco numerosos, pero altaneros y peleones, si bien no siempre afortunados en sus empresas. Incluso en los centros rurales, el socialismo tenía a menudo sus representantes permanentes o itinerantes, que escandalizaban a la buena gente con discursos o actitudes hostiles a la religión, sin ton ni son, cosechando conmiseración, que ellos tomaban por éxito para consolarse.
Dado el clima en que debía vivir y obrar, el clero asumía fácilmente el tono polémico, tanto en los escritos como en la predicación. Era una deformación profesional, que les había sino inoculada en los estudios, quién sabe con cuánto equilibrio. En muchos sacerdotes se podía advertir ese tono batallador que es inevitable en quien sabe que debe defenderse (aparte de los consejos del Evangelio, claro) y pretende hacerlo sin miedo. Los laicos más activos, por su parte, imitaban con frecuencia al clero, especialmente cuando éste gozaba de toda su estima, como era el caso habitual de los pueblos.
Un efecto benéfico de esta situación de guerra más o menos caliente era la unión, la solidaridad y el cuidado que todos los comprometidos tenían en desmentir con los hechos las voces calumniosas que la prensa anticlerical y los clientes de las logias esparcían sobre ellos.
En cuanto a la actividad social del P. Alberione, de la que tenemos poca información, conoció su expresión más vistosa en las conferencias que dio por los años 1911-1912, en muchas parroquias de la diócesis, para recoger adhesiones a la Unión Popular entre los católicos italianos. La Unión, destinada a reunir a los católicos de todas las clases sociales (pero especialmente a las grandes multitudes del pueblo entorno a un solo centro común de doctrina, de propaganda y de organización social), había sido recomendada por Pío X el 11 de junio de 1905 con la encíclica II fermo proposito.
Para secundar las directrices del papa, monseñor Re había encargado al canónigo Chiesa y al teólogo Alberione dar conferencias, especialmente a los campesinos de toda la diócesis; y ellos lo hicieron con loable empeño y gran éxito, como puede deducirse de que en la reunión diocesana de 1911 pudieron anunciar haber recogido 2.406 adhesiones, distribuidas en 91 de las 99 parroquias de la diócesis.
Las conferencias se celebraban habitualmente el domingo por la tarde y seguían más o menos este esquema: 1) La Unión Popular es una necesidad contra el socialismo, pues defiende la religión, el orden público y el económico y el Papa la quiere; 2) todos pueden inscribirse en ella, y 3) su importancia está probada por las ventajas que ya ha obtenido en otros países como Francia, Alemania, Bélgica y Austria. Las conferencias iban apoyadas por numerosos artículos publicados en el semanario diocesano “Gaceta de Alba”, debidos casi siempre a la pluma ágil y fina del canónigo Chiesa.
El P. Alberione, en prueba de su dedicación social, dio e hizo dar conferencias a los clérigos del seminario, condimentó siempre con noticias y reflexiones sociales las clases, especialmente las de historia, organizó jornadas sociales en la diócesis, participó en los congresos regionales en nombre propio y como representante del clero, y alentó siempre el estudio de la apologética.
Paralela a esta actividad de conferenciante hay que colocar la de su predicación, que al principio se limitaba casi al seminario, pero que pronto se extendió a las parroquias y a las comunidades femeninas de la ciudad, sin que le faltasen tampoco invitaciones de las parroquias más lejanas en las que era conocido por diversas razones.
Según el uso, muy difundido por entonces, él se había preparado, y seguía preparándose, un buen número de homilías, panegíricos y otros sermones de ocasión, de modo que pudiera aceptar los encargos que le llegasen de improviso.
(Continuará)