El verdadero rostro
Hemos dejado a los muchachos del P. Alberione instalados en una nueva residencia. Allí experimentó por fin el fundador la satisfacción de estar solo con una familia completamente suya, a la que podía guiar sin la menor injerencia de elementos extraños. Incluso los pocos externos que trabajaban en la imprenta se habían ido, de modo que los jóvenes se hicieron cargo de todo. Unos meses más, y habrían empezado a componer e imprimir también la “Gaceta de Alba”, haciéndolo todo en casa, desde la redacción hasta la expedición. El trabajo no faltaba para nadie, empezando por el fundador. Esta era su jornada: tres horas y media dedicadas a la oración, cuatro horas ocupadas por la dirección espiritual y las clases en el seminario, una hora y media de estudio personal, у media hora para la dirección del Taller Femenino. Aparte, la dirección del semanario y de la imprenta (con la consiguiente correspondencia y trato con suministradores y viajantes), la clase a los jóvenes, confesiones y predicaciones extraordinarias en abundancia; además, de sábado a lunes ejercía el ministerio pastoral en un pueblecito que distaba tres horas de camino (a pie, por supuesto).
A toda esta ristra de ocupaciones, el P. Alberione añadió todavía, por amor a sus muchachos, el oficio de cocinero (sin demostrar mucha genialidad por cierto): por las mañanas, tras haber celebrado y dirigido la meditación a los alumnos del seminario, iba a casa y daba otra meditación más Íntima a sus chicos; y mientras ellos oían misa en la cercana iglesia de San Damián, él encendía el fuego en el hogar y preparaba el desayuno (una especie de sopa burda) que luego él mismo servía a todos. Como un verdadero padre de familia, se sentaba siempre a la mesa con los suyos, aunque frecuentemente de simple espectador: no eran pocos los alimentos que no podía tomar, a causa de ciertos dolores de estómago que años atrás le postraban en cama más de un día a la semana; por otra parte, no se concedía ninguna comida especial, cosa que sí admitía e incluso imponía a los que la necesitasen. La preparación del almuerzo y cena solía ser comunitaria cuando todos estaban en casa: entonces el cocinero, mientras manejaba desgarbadamente ollas y fuentes, salía por sus fueros de profesor y explicaba a veces las diversas lecciones a sus ayudantes… para nutrir la mente mientras se preparaba el alimento del cuerpo. Después de las comidas, no disponiendo de patios, los chicos salían a dar una vuelta por la hermosa avenida de circunvalación festoneada de viejos olmos. El P. Alberione solía acompañarlos para entretenerse con ellos o para seguir las lecciones interrumpidas por falta de tiempo. Por la noche rezaban juntos las últimas oraciones, les dirigía el fervorín de las “buenas noches” y los dejaba, ya dormidos, para volver al seminario, pues no tenía aún en su casa un lugar para dormir.
(Continuará)