Nuestro seminarista estudió todas las materias de segundo, tercero y cuarto curso de bachillerato con discreto éxito, edificando a sus compañeros y abriendo el corazón de sus superiores eclesiásticos a las más rosadas esperanzas acerca de su futuro sacerdotal.
También sus padres, que hablaban bastante a menudo con el director del seminario, debieron decirse más de una vez que los sacrificios hechos y por hacer para permitir estudiar a aquel hijo estaban siendo bien recompensados.
Santiago comenzó regularmente el quinto curso. Pero no lo termino: el 7 de abril de 1900 salió definitivamente del seminario de Bra y volvió a casa. ¿Por qué razones? No conocemos las causas de esa brusca interrupción de los estudios; y las pocas personas que podrían dárnoslas ya no están entre los vivos. Sin embargo, algunos indicios recogidos de diversas partes pueden darnos una pauta más que probable.
En una especie de diario que el joven Alberione escribió más tarde en el seminario de Alba y que terminó ciertamente después de junio de 1902, dice de sí mismo:
las desilusiones han seguido a la ilusión
“Era joven, niño adorado por los padres, amado por los hermanos, estimado por los superiores, admirado por los compañeros: las esperanzas más bellas parecían sonreírme; mi índole soñaba con felicidad y grandeza, se complacía en el amor, pero yo volvía con frecuencia al pensamiento del sepulcro, me parecía dulce y deseado; yo lo amaba con el amor con que puede hacerlo un niño… Esperaba que entraría pronto en la eternidad; tales pensamientos no me afligían, me consolaban.
Pasaron años turbulentos para mi natural, fatales para mi instinto que anhela alabanzas y grandezas.
Y ahora tengo dieciocho años… las desilusiones han seguido a la ilusión, el abismo al abismo… pero la gracia de Dios y María me salvaron. Y ahora, ahora deseo vivir …. Me parece que aún soy fuerte para vivir mucho tiempo. ¡Qué misterio es el corazón humano!”
Para descubrir las causas de su salida del seminario de Bra, debemos, pues, pensar en hechos o actitudes que estaban en neto contraste con su aspiración a las alabanzas y a las grandezas y que produjeron en él una pasajera desilusión.
Sabemos además, por otras fuentes seguras, que él habló vagamente de “malos compañeros” y de muchas comuniones omitidas por respeto humano; que fue un insensato devorador de libros, no todos de índole misionera, como en los años precedentes; que su conducta, en los últimos meses de seminario, dejó mucho que desear, como demuestran las notas muy modestas que le dieron, y que alguien sospechó —una vez que hubo pasado al seminario de Alba— que no estaba allí para prepararse al sacerdocio como los demás seminaristas, sino para conocer entre bastidores las fechorías del clero y tomar nota de las mismas con fines que él solo conocía.
Añadiendo a estos datos alguna conjetura, podemos imaginar que en el origen de su tormenta se encuentre algún libro o libelo adquirido de contrabando por un compañero suyo: éste, tras leerlo, se lo pasaría bajo cuerda justo a Santiago, con preferencia a cualquier otro, precisamente porque le consideraba como el más “beato”, y por tanto más necesitado de información. Las supuestas fechorías del clero eran entonces el argumento principal con que los masones, los socialistas y los librepensadores atacaban a la religión, y en la prensa oficial siempre había alguna muestra de ello.
Santiago estaba en esa edad en que parece “entrar en el alma una potencia casi misteriosa, que eleva, adorna y fortalece todas las inclinaciones, todas las ideas, transformándolas a veces y dirigiéndolas hacia derroteros imprevistos”. Los malos compañeros a los que alude habían elegido el momento más propicio para echar fango sobre el ideal que él cultivaba y tal vez para hacerle participar también en nuevas experiencias por las cuales ellos habían ya renunciado al mismo ideal común.
Y así, después de haber perdido el amor al estudio y a la oración, Santiago sintió la necesidad de apartar la atención de sí y del estado de su alma en efervescencia; y encontró una evasión en la lectura indiscriminada, a la que se entregó con toda la tenacidad y pasionalidad de que estaba dotado.
Aludía sin duda a este período cuando confiaba, en el verano de 1924, haber leído sesenta libros en dos meses, añadiendo que su madre temía fuertemente que una lectura tan asidua le perjudicase la salud. Y entre los libros que devoro en aquel tiempo debieron tener un lugar de privilegio y de gran predominio las novelas. Treinta años más tarde, hablando a sus clérigos de teología, soltará esta solemne expresión: “Un joven que ha leído una novela, no podrá nunca aprender bien la teología.” Una aversión tan fanática a la novela debe hundir sus raíces en una amarga experiencia personal; y esta experiencia debía ser anterior a la entrada de Santiago en el seminario de Alba, puesto que una vez allí, en contacto con el canónigo Francisco Chiesa, no se permitió leer ya ni una sola novela.
Los profesores y superiores del seminario de Bra se dieron cuenta del cambio profundo que se había operado en el joven estudiante y le llamaron la atención con bondad y energía; pero cuando se convencieron de que aquel cambio era duradero y quizá definitivo, decidieron despedirlo del seminario. Es de suponer que el rector aprovechara una de las visitas del padre o de la madre para ponerlos al corriente de la extraña conducta de su hijo y de la decisión tomada por los mayores responsables del internado.
Continuara…