PARA CONOCER AL BEATO SANTIAGO ALBERIONE

UN APÓSTOL DE LA COMUNICACIÓN SOCIAL Luis Rolfo y Teófilo Pérez (Entrega 29

PARA CONOCER AL BEATO SANTIAGO ALBERIONE

UN APÓSTOL DE LA COMUNICACIÓN SOCIAL

Luis Rolfo y Teófilo Pérez

(Entrega 29)

Rasgos caracteriológicos

Todas estas cosas hacía el P. Alberione; pero ¿cómo las hacía?, y sobre todo, ¿cómo era él? A sus treinta y dos años, demuestra menos, a juzgar por el rostro: es un hombre de estatura inferior a la media, cenceño, excepcionalmente flaco, con poca barba, cabellos cortos, negros y rebeldes, mentón levemente asimétrico. Toda su persona, si se excерtúa la vivacidad indagadora de sus ojos, tiene un no sé qué de estatuario, aunque no de envaramiento. Su rostro no deja traslucir las alteraciones producidas por las alegrías, las penas o las dudas y enojos de su interior.

 La voz, sin elevarse mucho, se vuelve áspera y cortante cuando reprende o desaprueba; a veces su ira, fortísima (recordemos el remoquete de “polvorilla”), se desata en algún bofetón que otro, aunque en seguida se recompone. Si tiene ambiciones, son todas de orden intelectual; en su figura exterior todo es natural, espontáneo e invariable, incluso el modo de “llevar” el hábito. Se mortifica no sólo en la comida, como hemos visto, sino en muchos otros detalles: nunca se apoya en el respaldo de la silla, manteniéndose siempre erguido, dominador de sí mismo.

Y ello a pesar del extenuante trabajo y de su salud siempre precaria, deleznable. Semejante figura ejercitaba una atracción poderosa -casi fascinadora- sobre sus muchachos, que se sentían amados, y al escucharle se convencían cada vez más de que estaban incondicionalmente unidos a él tanto en los sacrificios del presente como en los éxitos del futuro, presentados como realidades indiscutibles.

Bastaba la frase “lo ha dicho el Señor Teólogo” (así llamaron al P. Alberione habitualmente durante muchos años) para que todos acatasen la orden. Vivían pendientes de él, siempre a su alrededor cuando era posible, escuchando de sus labios detalles acerca de los proyectos más inmediatos y de otros claramente muy lejanos: pero los chicos estaban en el plan del montañero que no piensa en el cansancio de la escalada sino en la grandiosidad del panorama que gozará al alcanzar la cumbre. Por eso no es de extrañar que se sintiesen plenamente responsables de la buena marcha de la Casa, tomando ellos mismos las iniciativas que estimaban necesarias. Se autoimponían con entusiasmo todos los trabajos extraordinarios que se necesitaban para salir a tiempo con la “Gaceta”, llevársela a las celadoras que la distribuían entre las familias, e igualmente con el “Buen Ángel”, que era el boletín diocesano, o las otras hojas parroquiales que la Escuela Tipográfica había empezado a imprimir. En general, los chicos dedicaban cinco horas al trabajo tipográfico y otras tantas a las clases y al estudio; pero mientras éste podía esperar, la imprenta tenía fechas y horas fijas que no esperaban… El empeño invadió incluso los días festivos: se iban con una banqueta a las puertas de las iglesias y ponían a disposición de los fieles su modesto repertorio de libros y revistillas.

Era una vida intensamente vivida, por no decir soñada. Y la “familia” seguía creciendo, a pesar de las dificultades de la guerra y la campaña ciudadana contra la Casa. En octubre de 1916 se incorporó a ella, entre otros jóvenes, un muchachito llamado Maggiorino Vigolungo, a quien el P. Alberione ya conocía y en el que había puesto grandes esperanzas; pero el cambio de clima o la excesiva dedicación del joven al cumplimiento de sus deberes minaron pronto su físico: enfermó de pleuritis, malamente curada con los remedios de entonces, y luego la meningitis lo consumió antes de dos años de su entrada en la Casa. El P. Alberione escribió una breve biografía de este su primer alumno volado al cielo, para honrar su memoria y para estimular a los demás. Con el tiempo maduraría la idea de incoar la causa de beatificación, actualmente en curso.

El 4 de julio de 1917, pocos días antes de la muerte de Vigolungo, ingresó en el grupo el clérigo José Giaccardo (a quien ya conocemos). Había terminado el segundo año de teología, seguido siempre muy de cerca por el fundador. Constituyó una adquisición preciosa: comenzó a sustituir al P. Alberione en las clases a los jóvenes (por eso se le llamó en seguida, y así ha pasado a la pequeña historia paulina como el Señor Maestro; del mismo modo, también alcanzó carta de ciudadanía el nombre de Primer Maestro con el que se pasó a designar al fundador, P. Alberione). También le ayudaba en la dirección del semanario y en el cuidado de los muchachos. Con el tiempo sería fundador de una nueva comunidad paulina en Roma y primer vicario general de la Congregación. También está incoada su causa de beatificación.

Desde el primer momento, Giaccardo fue el hombre “fidelísimo” y guardián insospechable del pensamiento y las directrices del fundador. Inteligente, especulativo, buen dialéctico, pero bastante tímido, supo inclinarse siempre, adaptarse y desempeñar el papel de dócil discípulo. A él le debemos la conservación, en esmerados apuntes-resúmenes, de las confidencias que el Señor Teólogo hacía, en los años 1917 у 1918, “a los alumnos más capacitados para comprenderlo, a fin de que pudieran decidir con conocimiento de causa acerca de su porvenir”.

(Continuará).

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Cooperador Paulino
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