Salud frágil
El pequeño Santiago crecía sin parecerse a sus hermanos mayores: era más grácil y menos vivaz. Su madre, cuando lo observaba con atención, experimentaba siempre un cierto temor. Si hubiera estado más cerca, lo habría llevado al Santuario de la Virgen de las Flores para confiarlo a las manos de la Madre de las misericordias; pero ¿cómo hacer? El viaje era largo y requería mucho tiempo, y ella era la única mujer en casa, con cinco hombres que no habrían sabido prepararse ellos solos ni un triste desayuno. Pudo hacerlo, y lo hizo sin duda, después de que la familia se trasladó a la tierra de Cherasco: desde allí, al menos en los días festivos, podía ir y venir al venerable santuario sin descuidar las labores de casa.
En el marco de la nueva tierra, pronunció Santiago las primeras palabras, grabò en su mente las primeras imágenes y manifestó las primeras apreciaciones sobre las cosas y las personas que lo rodeaban. Notó la diferencia entre el padre, alto, huraño y bigotudo, que mostraba gran interés por el trabajo y las ganancias y educaba a los hijos en la laboriosidad y la reflexión, y la minúscula madre, precozmente encanecida, que rezaba mucho y a menudo, enseñaba a sus hijos las reglas de la buena educación, se afanaba en reordenar la casa que sus hombres ponían continuamente patas arriba, y demostraba una solicitud particular por él, el más pequeño y más débil de salud.
Fue su madre la primera que le habló de un Dios que no se ve ni se siente, pero que lo sabe todo, lo ve todo y lo nota todo, y que premia o castiga a todos al tiempo debido. Le enseñó que ciertas cosas están «mal», son «pecado» y no se deben hacer jamás. Le mostró el crucifijo y le explicó que el Hijo de Dios murió por nuestros pecados. Cuando le llevaba a la iglesia, le indicaba el sagrario y le decía que allí estaba Jesús, para convencerlo de que no hablara ni diera demasiada guerra. Y ciertamente trató de disponerlo a invocar con confianza a la Virgen, contándole con muchos particulares la historia de los ciruelos silvestres que en Bra florecen todos los anos el 29 de diciembre, bajo la nieve, como perenne recuerdo de la extraordinaria protección que la Virgen de las Flores, un día lejano, dispensara a una joven compatriota perseguida por dos soldados malintencionados.
El ejemplo que le daba su madre con su vida, y la vivacidad con que le reprendía a él y a sus hermanos cuando se permitían lo que «no se debe hacer», inducían a Santiago a creer que todo cuanto ella decía era verdad. Por otra parte, la buena Teresa debió notar muy pronto que Santiago era más reflexivo que sus hermanos. En efecto, la escuchaba con mayor atención y a veces volvía él mismo sobre lo que había oído para pedir más explicaciones. Hasta edad avanzada conservó él esta inclinación a escuchar con vivo interés todo lo que supiera a novedad o fuese dicho de una manera nueva, más original y expresiva.
Los coloquios más largos entre madre e hijo se daban, como es natural, en la estación invernal, cuando la nieve y el frío obligaban a las familias a estar encerradas en casa. Durante el resto del año, el trabajo les ocupaba todo el tiempo y todas las energías, y los días eran siempre iguales.
El jefe de familia se levantaba el primero al alborear y llamaba a los hijos que debían ayudarle o ir con el ganado. Dejaba que se desperezaran un poco antes de levantarse de la cama o de la yacija y pasaba al establo para echar un brazado de heno a las bestias de labranza; y mientras estas comían, iba por agua para darles de beber y se retiraba a un rincón para musitar las oraciones de la mañana.
Mientras tanto, en la cocina, su mujer hacía decir las mismas oraciones a los hijos, para acostumbrarlos a comenzar la jornada con el pensamiento puesto en Dios, y se cercioraba de que los que iban a la escuela llevasen aprendidas las lecciones o hechos los deberes asignados por el maestro. Alguno de ellos, sin embargo, ya había hurgado en la panera y sacado un panecillo, mordisqueándolo con gusto aunque estuviese seco.
Otras veces, cuando al romper el alba todos se encaminaban al trabajo, los más pequeños se tambaleaban de sueño y levantaban los ojos al cielo, lamentando que estuviera sereno: ¿por qué no enviaba Dios una buena lluvia que haría bien al campo y a ellos les permitiría descabezar el sueño atrasado durmiendo alguna hora más?
Al tiempo del desayuno y de la comida, el ama de casa salía un momento y les avisaba de que ya estaba todo preparado. Si trabajaban lejos de casa, preparaba el desayuno o la comida en un cesto y se la llevaba para ahorrarles la fatiga y el tiempo de tener que ir y volver. La cena era siempre al oscurecer, cuando había que interrumpir el trabajo porque ya no se veía.
Los días de fiesta, el ama iba a misa rezada, que siempre se celebraba muy temprano. Los hombres, en cambio, después de haberse afeitado con esmero, se ataviaban como mejor podían, se ponían los mejores zapatos, lustrados la víspera por uno de los hijos, según el turno establecido, e iban a la misa mayor, casi siempre cantada, hacia mediodía. El domingo era también el día en que se hacían las provisiones de tabaco y de sal, comprándose incluso algunas veces unos gramos de atún o de mantequilla.
Para los pequeños era también el día de los juegos, en las plazas del pueblo, en las espaciosas eras o en cualquier otro punto donde se agrupasen unos cuantos. El día de la fiesta patronal, celebrada siempre en pleno verano, el pueblo se animaba con los puestos de caramelos, de turrón y de pastas, un pequeño tiovivo y el partido de pelota elástica (juego típico de la zona), en el que participaban los pueblos circunvecinos, asignándose al equipo vencedor una bandera muy ambicionada por todos