En el seminario Bra
Santiago era un muchachito sencillo, espontáneo e incluso ingenuo, y siguió siéndolo durante toda su vida, aun cuando en la edad madura dio a menudo la impresión de ser un diplomático consumado. El sentía íntimamente que su deber era seguir la llamada de Dios, que consideraba como segura; imaginaba que también los demás debían sentir el deber de dejarlo Libre en esta decisión suya, y le parecía completamente injusto que en cambio intentasen oponerse.
Y ciertamente se oponía su padre, sobre todo por cuestiones económicas. El preveía gastos considerables para un hijo sacerdote; y sus finanzas no eran muy florecientes, como demuestran sus retrasos en el pago de la modestísima pensión que el seminario exigía el primer año. Y el hecho de que los hermanos motejasen de “cura” a Santiago para burlarse, demuestra que tampoco ellos habían aceptado muy favorablemente su decisión de entrar en el seminario.
A causa de este primer enfrentamiento con sus familiares, Santiago sufrió un pequeño trauma interior que aflojó los lazos de la sangre y no determinó, sino que favoreció, mas tarde, aquella su radical resolución de consagrarse a la familia que el Señor le había dado, ignorando casi por completo la familia de origen.
Es lícito suponer que la oposición del padre y de los hermanos cesara principalmente por la intervención del párroco, don Montersino, hombre prudente a quien los parroquianos consultaban con frecuencia para cuestiones no estrictamente ligadas a su ministerio. Para él, oponerse a la aspiración del chico era al menos una imprudencia. Y los Alberione, que tal vez tenían el defecto de amar excesivamente el trabajo y los beneficios, eran óptimos cristianos, dispuestos a tomar en la debida consideración los consejos desinteresados de su párroco. El deseo de Santiago, pues, fue escuchado.